Salvando a un niño
Entre el silencio de la noche y el ruido de las aves nocturnas del Amazonas, surgía una luz tenue en una pequeña cabaña mientras una voz humana se mecía en el aire invocando la salvación de un cuerpo.
Era un niño, un diminuto ser sentado en una silla con los ojos cerrados en medio de dos adultos. Uno de ellos era su padre y el otro era un hombre anciano que rezaba pidiendo socorro a los buenos apus para que el pequeño se recupere.
El viejo rodeaba al menor con fe única y levantaba la voz rogando piedad. De rato en rato daba un brinco y levantaba sus manos llenas de grasa de cerdo hacia el cielo. Así pasaron varios minutos hasta que se paró detrás del niño y posó sus manos grasientas sobre la cabeza del pequeño.
A pesar de ver el disgusto de su hijo, la experiencia de este hombre daba confianza al joven padre, quien estaba preocupado por su niño ya que días atrás, el menor había dejado de reír, jugar y disfrutar como lo puede hacer todo ser humano a su edad.
Y otra vez, el anciano empezó a caminar rodeando la silla del menor hasta que súbitamente se detuvo y cayó de rodillas botando sangre por la boca. Al ver esta escena, el joven padre quedó perplejo sin ningún movimiento.
De repente y con apenas fuerzas en su longevo cuerpo, el viejo se levantó mientras limpiaba de su boca unas gotas de sangre. Se acercó al padre, quien aún no salía de su espasmo, y le dijo: Salgamos con tu hijo y te mostraré todo el daño que le he quitado.
El padre cogió a su niño mecánicamente y salió de la cabaña siguiendo al viejo. La noche se había convertido en madrugada y a lo lejos se divisaba una especie de nube negra sin forma real que parecía una masa alargada de aire contaminado.
El anciano miró al padre y procedió a lanzar un último rezo que hizo desaparecer la gigante nube negra que había estado dentro del niño quitándole todo el placer que un ser humano puede sentir.
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